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Contemplar el mar se convirtió en una costumbre redentora. Yo estaba realmente triste. Los otoños entristecen, entristecen los sentidos, corroen su luz y la destiñen, envejeciendo la calidez de su textura. Aquellos días la casa se caía encima como un enfermo al que le faltan brazos y piernas para levantarse: la displicencia de las ventanas, la invariabilidad de las habitaciones, escribían un mapa de rutinas enmascaradas. No había nomenclatura ni fórmula alguna que aplacara la brevedad de los días, su melancolía, su mortecina luz que cubría fachadas donde antes había habitado el verano como un turista vitalicio. Así que tomé las aceras de la calle y, entre escaparates y fuentes de acrobáticas aguas, entre ferias de norias enormes y atracciones serpenteantes, mitigaba la hechura del tedio. La inercia de las calles, la monotonía de los paseos de un lugar a otro con prolongadas moratorias, conducían al mar inequívocamente. Aquella inmensidad entró por los ojos hipnóticamente, se adueñó de la voluntad, y era como entrar por el flujo de las venas, cuando llegó a la placidez arterial de unos lentos y apacibles latidos.

 

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Fue, entonces, con el paso de la estación invernal, que llegaron más amables los días, sus horas de claridad imperturbable embellecían playas y arenas. El sol permaneció más tiempo en el estante del cielo. La estación impulsaba a salir, a desprenderse de las paredes que enfermaban, del quebranto que suscitaba estar inmerso en un hábito de insufrible hastío, hasta que el sol desapareciera tras los trazos sombríos de los edificios. Yo me situaba cercano a un dique, desde el cual la luz del atardecer dividía la orilla del mar en dos espacios como si fuera una luciente y afilada espada que llegaba hasta la orilla y el roquedal. Forjadas por la luz, las siluetas que observaba emergían de la superficie del mar buscando en su profundidad aquello que no se adivina sin ser visto. Aquellos buscadores alargaban los días de su existencia en ese cometido, sin importar nada de lo que no encontraban. Cada tarde era el milagro de ver acunarse el sol en la panza de los edificios, mientras los buscadores no cesaban de escarbar aun en la noche.

 

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Finalmente, las siluetas dejaron de buscar en las honduras y trasladaron la mirada a los altos espacios, captando silenciosas nubes de grafito, ya abandonadas por el roce del sol. La paz se extendió, en ese momento, en el pensamiento y un brote espiritual pareció acompañar como un gato doméstico esas horas. Todo está sembrado de satisfacción. Todo parece contestado; no hay preguntas en el paisaje. La oscuridad se acerca a las siluetas, como también éstas se esfuerzan en alcanzar las nubes con los ojos, y las nubes, con puntual destreza, se extinguen con una vulnerabilidad casi humana. Un leve aire va cerrando la tarde con su ala de oscuro bosque, va cerrando caminos y valles por donde los sentidos han correteado. Qué dicha más grande contemplar el mar, comprobar que todo lo que le concierne actúa de igual modo que la vida.

Texto y Fotos: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo).

 

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