Cuatro prosas poéticas

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MEDIODÍA

Vierte el cielo la luz, la luz domesticada que sabe puntualmente volver al balcón, donde los geranios, aves sin vuelo, desde la fortaleza que les inmoviliza, asoman sus mejillas saciadas de color frente al aire inerte de lejanía. Se alza, entonces, un sol desmedido sobre el mástil del mediodía, y en calma está limpia la mirada que se nutre de la altura como una necesidad, como un abrazo que pelea para que no le sea arrebatado quien lo espera.

MIGAJA DE LUZ

Como en un mantel, la tarde se despoja de lo más vibrante y transitorio para dejar las sobras sobre la mesa. A lo lejos, un sonido aurífero aminora los campos, quiebra su intensidad desplegando escombros de luz, y sólo un hilo de voz, como el cobre aquejado de óxido, se va intercalando entre vergeles y huertas hasta llegar a la pausa de la umbría. Aún así, el ojo, cual nadador que anhela la costa, insiste en la comisura que se abre entre el horizonte y la sierra, donde el tirabuzón de unas veladas nubes deja entrever una delgada y efímera luz, una migaja de esperanza.

EL ESTANQUE

En las aguas del estanque están congregados los pinos, la claridad de sus troncos, tocados por la vena de la luz, y unas holguras aceitunadas con reflejos irisados que provienen del firmamento cristalino. A ellas llega un rumor transeúnte y monótono de agua que se aproxima de una fuente. Unos niños, muy cerca, en un claro de la pinada, que obedece a los intervalos que proporciona el sol, juegan al balón y emiten una algarabía que se eleva entre las ramas y las copas de los árboles, perdiéndose bajo el cielo de noviembre. Anónimos, los pájaros acordonan con su aire toda esta circunstancia. Qué luz tan limpia y desinfecta en estos días de extremidades tan breves. Luz de regazo, que tiene la intensidad de acercar la mejilla erubescente a la carne maternal, siempre atenta.

CIELO CUBIERTO

Adoro estas tardes de cielo cubierto, noviembre dándonos a conocer el frío y la brevedad de las horas conduciendo a una fugacidad turbadora: las cosas, entonces, se convierten en un pequeño tesoro. Salir a la pinada después de llover mínimamente, descubrir, tras alzarse la olorosa tierra, que uno no está tan lejos del uso que hacen de su trufa los perros, que las nubes se amontonan como mantas grises al final del cable sin pájaros de la línea del mar. A veces, una claraboya de luz se abre en la altura, entre nubes, y nos hace ver lo verdaderamente azul que es el cielo. Unos pájaros parecen soltarse de un árbol y tomar el espacio que ocupan mis ojos, y en el mar queda, con débil luz, reflejado el vuelo. Una cenefa fulgurante de sol, finalmente, se abre como una brecha en lontananza y
despierta buenos propósitos.

José Luis Navarro Vallejo
Profesor de Lengua y Literatura castellana
Ies nº 1 Libertas de Torrevieja (@sesgo)

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