Septiembre, raíz arrancada de agosto, colores, claridades de ocres que se diluyen en el páramo de los días que se abrevian.  Dejamos la huella sobre el atardecer de múltiples tonalidades esparcidas por la orilla de la playa, cenizas que se bifurcan sin detener nuestros pasos.  La luz nunca llega tarde, pero viene en un vaso a medias que apenas llega a las veinte horas del atardecer.  Septiembre de ventana abierta y luz de miga de pan.  El cielo se multiplica en bondades;  la tarde, navaja de rumor de viento, pasea más cercana por el dominio de la noche …  Y podrán las siluetas sobre el agua medir el tiempo, cada pie es un latido al encuentro de lo desconocido.  Es así como vamos camino al otoño, la estación de lo caduco, de la brevedad y lo transitorio, donde la conciencia sabe que lo verdaderamente lejano no se puede recuperar, pero pervive flotando en la laguna del recuerdo, pervive como una ruina insalvable que el tiempo arrastra a las orillas del olvido.

Brinca la tarde bajo un cielo fugaz, sobre la arena cambiante y esquivas gaviotas.  El agua del mar baña las sombras hablantes;  las olas llevan niebla de espuma y plata, anuncian jornadas macilentas y melancólicas.  Septiembre, sensible a las hojas que han de extinguirse, dame la mano para no tener este sabor efímero.

 

Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)

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