No fui a París a recorrer el itinerario de Rayuela, como se hacía en Dublín, el de Joyce, o en Londres, el de Dickens. Fue en el Bulevar Saint Germain, a la altura del Odeón, donde lo abordé bajo un cielo plomizo y tenaz, cercano al río cenizoso que sostenía los puentes tan fraternales para Cortázar. Su gran estatura produjo en mí una gran impresión, pero su “r” afrancesada y su distendido diálogo, aunque de voz grave, se ordenaba en una inesperada ternura que gradualmente se afianzaba en el clima de la conversación haciéndose magnánimamente corriente. Decía, siempre alejado de la solemnidad, que él no se consideraba un escritor profesional, “un simple aficionado”, declaraba echando humo y ocultando su rostro tras la nube que emitía su boca en contacto con el cigarrillo. Escribía para darse el placer de escribir, sin más. Me gustaba su modo de hablar del acto creativo, de cómo le venía la creatividad, sintiendo un asalto, un desbordamiento, que le podía sorprender en cualquier sitio. Sabía comenzar un cuento, pero no cómo terminarlo, el cuento se escribe a sí mismo, explicaba. Se sentía un intermediario, una especie de gurú o mago que sacaba a la luz lo que se removía en lo subterráneo. A menudo enfatizaba que la escritura le venía como un ritmo, no como un pensamiento, una música que seguía sin taparse los oídos de perniciosas sirenas, que le llevaba a ocupar renglones, como el montañista que era ocupando el asfalto de la ciudad en sus continuos viajes urbanos, con una materia que se informa a sí misma, las palabras, que desde la penumbra salían a flote iluminadas, perdiendo su orfandad. Su poca disciplina al escribir se parecía a una partitura de jazz y, por eso, bajo su apariencia triste, su falta de tensión en el semblante, advertía las palabras como maquinaria insuficiente cuando se trataba de decir aquello que desbordaba el alma.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo).