El agua temblorosa de la dársena, porque cerca hay un río, un mar acaracolado, un viento que hace de la tarde estancia mudable, luz sacada de un cofre. Lo importante de estas enriquecedoras sensaciones es la utilidad que podemos hallar en la observación, en la sutil construcción, palabra por palabra, de esta tarde que anda hacia su ocaso.
El viento mueve el cielo en el agua, y desplaza la tierra, la arena rizada, en pequeños remolinos, como manos que sacuden todo lo que encuentran en su camino. Las drizas desatan lamentos en su tañido, y más allá se nota la ausencia de los pájaros buscando un lugar más seguro. Solo una silueta destaca en la brecha de luz que queda en el puerto, silueta que define a alguien que busca el placer alejado del dolor.
La tarde se va detrás de la puerta y llega una campanada de oscuridad, un tambor de silencio y destierro; somos, en el vuelo de los pájaros, aquellos que han quedado con su canto atados a la rama de su costumbre.
El caudal de la noche fertiliza la duda. Yo fui generoso y buen anfitrión, la dejé pasar al interior de mi ser, le ofrecí mi estancia y sus comodidades y nada le pareció extraño, al contrario, dio la sensación de que había habitado allí en diversas ocasiones y, cuando todo parecía controlado, el río de la noche se desbordó como un mantra en labios desesperados. El silencio es el rezo de los sueños que no se expresan. Cualquier tarde es el viaje a la claridad de un nuevo día, enero se ha escapado hacia los días de frío luminoso de un íntimo febrero. Y si me pregunto por la inocencia cuando nada reflexivo existía, cuando el pensamiento silbaba entre las hojas sin podar y el aire acariciaba las palabras no usadas, humildes y sin pretensiones, dejemos, entonces, hablar a las estaciones.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)