El barquero

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La sustancia de la tarde se evapora, va abandonando la intensidad en la que se sustentaba. Es gris, sí, gris de lápiz de colegio con ventanales a un patio terroso y ajado. Todos estos días la lluvia ha estado presente, y ha dejado un espesor verde sobre la superficie de los parques y la pinada. Los ojos que miran son como las cobertoras de un pájaro que abriendo su plumaje allana los colores pretendiendo la mezcla. Y es que ante un paisaje así, donde se agitan los colores resucitados por la lluvia, uno quiere ser parte de ello y vivificarse en la naturaleza. Pero hoy pasa el barquero sobre la sangre del río, y yo miro desde el roquedal ribereño. Cierta oscuridad culmina la tarde, y aun así parece infinita la travesía del barquero y este tono carbón que breza estos instantes. Estoy en la bocana de un puerto, ese espacio fronterizo entre lo que es mar y río. El barquero se adentra a puerto, regresa de su periplo. Seguramente salió temprano a pescar y accedió al mar rodeándose del nácar de la luz y el azul intenso de las aguas. El aire a cielo y mar lo empujaría placenteramente, no perdiendo de vista la costa. Y pescaría más o menos, pero las nubes pizarrosas y la amenaza de lluvia le habrían hecho volver a puerto. Observo a un señor diminuto en el barco situado en la bancada de popa, entre sombras y con ropajes oscuros.  No adivino su rostro, está lejos, pero se me antoja por un momento Caronte en su barca, sobre el río Aqueronte. Qué parecido más oportuno. La tarde se va debilitando.  Es hora de que regrese yo también, cruce una pinada en la que sin duda me sorprenderá la oscuridad, llegaré a un cruce de carreteras y, después de haber elegido el camino más apropiado, alcanzaré la población, donde me sentiré salvado de que el barquero no me hubiese advertido en la ribera del río.

 

Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)

 

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