Cada tarde acudo a las orillas del río. Detengo la mirada en la encrucijada donde se avecina el rubor y la hora de la nostalgia. Allí se cruza la luz última de la tarde, luz que parece pulpa de un fruto que se agita en maravillosa precipitación hacia el horizonte. Y con rigor de cirujano, va fragmentando el espacio, que veo ante mí, con precisión. Delante un roquedal en penumbra que limita con las aguas, que por efecto de la baja intensidad de la luz emerge en tono plateado, como un auxilio del color vespertino que desea persistir, no prolongándose hacia los abismos de la oscuridad. Y en esa superficie lisa, como si fuera espejo o navaja en reposo, se desliza una piragua que lleva alguien que huye del vértigo, alguien que dormía en el cuello amado tal como ave que, en su vuelo, se mantiene sobre el aire, sin faltarle oxígeno, ni horizonte donde mantenerse erguido y predispuesto a avanzar en la conjetura de los días. ¿Volverán las horas de dorados vuelos? ¿Acariciará la brisa el aleteo umbrío que dibuja en el cielo el ave persistente? Un silencio de montaña lejana y navío marchitado cubre las interrogaciones.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo).