Es este mediodía un detener el paso firme en la calle, ensimismarme de la luz ordenada que segrega pinada y zona urbana: es un episodio de intimidad agradecido. Mis sentidos flotan en ese hilo o riachuelo de luz contenida que se alza como estandarte en lo alto; quisiera, al menos, que así fuera, que nada pesara en los límites de mi cuerpo, que sus únicas fronteras fueran aire y luz, mezcladas, como en una sintonía de breves notas entrelazadas de un pentagrama de nubes lechosas. Y es un acto sincero, sí, el solo hecho de mirar, de intentar mirar sin interferencias, donde solo se aloje la dimensión de lo que miro: pinada, fachada y luz, como un triángulo que paraliza mis sensaciones … Verde, naranja, blanco, difuminándose en movimiento, no aislándose del entorno que lo mediatiza, sino prestando estas notas con la misma generosidad que lo hace el día de su luz … Hago que este momento y todos los demás existan, me detengo para succionar de la vida los pequeños fragmentos que danzan alrededor, como hijos pródigos. Prodigiosa luz de mediodía, que das tu ímpetu de naranja a las fachadas, que se nutren de ocres y terrizos, dame las cosas en sí mismas, elimina el obstáculo que supone la confusión o el temor, esa duda que viene como una espada a partir la serenidad, a convulsionar el cuello del cisne que yace tranquilo en las aguas del estanque. Cuando el día se detiene en la pupila, cuando su latido aletea en el cristal del tacto o vuela su rubor como una estela condimentando la umbría boscosa y el fragor de la calle, mientras un zumbido entra en el aliento e ilumina de ternura lo que la mañana del otoño aguarda en su estancia, entonces, un fuego destiñe la melancolía.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)