No me dio tiempo, tiempo a decirme a mí mismo que los días habían pasado, que la quimérica pátina de luz de la tarde nunca más acariciaría mi torso como la pluma lo hace en la piel desértica de caricias, aunque las sombras de la noche, que avisaban de su impronta con la delicadeza del beso cálido de juventud, aparecían, entonces, como un animal rudo y grande desprovisto del tacto que tiene lo gradual o paulatino. El otoño ha teñido las tardes de cierto hollín y los ánimos se han abrigado en la soledad, las campanas tañen verticales y profundas e introducen el metal de su sonido en los rincones inhóspitos y débiles, tocando las maderas de los bosques, transformándolas en quebranto cuando el aire se suma al susurro que desvela el ser de la tarde. El sol qué poco se estaciona en los troncos de los árboles, donde antes quedaba como un abrazo redondo y festivo, flotador que alimentaba las tardes prolongándolas, dando vida a lo que el otoño acalla. Y es que las sombras se asemejan a unas enormes alas que en su vuelo todo lo van emborronando, todo lo que el día ha escrito con su luz de oblea, aire, sol y mar, todo eso que se ha cobijado en el pecho del joven que respiraba la claridad de las emociones y descubría su mundo a través de las palabras, se oscurece ahora melancólicamente cuando el asombro toma el camino de las verdades hostiles. Es domingo y el otoño una estaca. Penetra por el ventanal una luz que resbala de las hojas, ya ceniza la alegría.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)