El Valle de las Luces

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La mujer se giró hacia el hombre corpulento de trenzas que pendían sobre unos anchos hombros.

Entonaba un canto dulce, de voz suave y melancólica, que hablaba sobre la tierra, el agua y el viento. El hombre se mantuvo firme y erguido ante ella, apoyando unas heridas manos sobre la espada, clavada en la tierra. Otros hombres y mujeres que se hallaban alrededor de él se mantuvieron expectantes, enfundados en dura cota de malla, gruesas placas de la armadura y ropajes de piel para pasar los crudos inviernos de su país. Mientras ella seguía entonando el cántico hacia la débil luz de luna que bañaba ese mundo, el viento de un norte lejano despertó.

La brisa acarició los rostros cansados y llenos de heridas de los  guerreros que poco a poco se reunieron en torno a la mujer, que danzaba en un ritual.

Atónitos ante la danza que se estaba llevando a cabo frente a ellos, ésta hizo que todos y cada uno de ellos sintieran una profunda tranquilidad. Que una fuerza invisible apaciguase una antigua rabia en el interior de su alma, sintiendo paz después de la batalla que había acontecido en las laderas de aquél lugar. La mujer les sonreía; se acercaba a ellos para acariciarles el rostro, pasando los finos y pálidos dedos suaves por las magulladuras y la sangre seca que manchaba sus vestiduras y piel. La calidez de todo aquello pronto acabaría, pero lo vivían como si les fuese la vida en ello.

El viento se hacía más fuerte a medida que el tiempo pasaba, ondeando capas y cabellos, barbas y malla hacia una única dirección. El hombre de la espada cerró los ojos por un momento, sintiendo caer una lágrima por su mejilla. Agotado, se retiró el yelmo alado y lo apoyó sobre su cadera, agachando la mirada con el peso de la pena y desánimo hacia la hierba, que parecía hielo gracias a la luz de la luna. Recordó todo aquello por lo que había peleado durante tantos años: todo lo que había amado y respetado, y cómo se lo habían arrebatado en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora solo le quedaba la compañía de sus fieles.

Los que comandó durante tanto tiempo y los quiso como a sus propios hijos.

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La mujer danzante se paró frente a él. Alzó su rostro por la barbilla de frondosa barba con delicadeza. Aquella sonrisa encandiló al vikingo,  llenándolo  de una extraña confianza mientras ella lo abrazaba por la cintura, ayudándole a caminar sin perder la jovial sonrisa en ningún momento. El hombre se giró hacia sus hermanos, siendo atendidos por más jóvenes y hermosas mujeres, que los guiaban hacia un bastión iluminado en lo alto del cielo, que tenia como puente y modo de acceso el mismísimo arco iris. Su destino les había llegado al fin.

Antonio Suárez

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