La Calma

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Cuando llegaba la mañana del mediodía, adornada con meticulosa luz de paredes estucadas y litúrgica casulla, juntos iban al paseo marítimo, tomaban asiento en uno de esos bancos de madera hechos al borde de las rocas, y perdían su ociosa mirada en el horizonte del mar, dejándose asombrar como si fuera la primera y única vez, codiciando colores y la eficiente bonanza de las aguas. Así sucedía cada día, sin interrupción. El interminable confín, los veleros cercanos, el efluvio yodado de las aguas y el largo dique que se prolongaba como una proa hacia el mar, eran testigos de esta singular asiduidad.

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La luz se adueñaba, entonces, de los sentidos, los cercaba como un rebaño que no necesitaba de dueño porque los dos sabían muy bien que el paisaje marino les crecía por dentro y los acercaba y unía más que nunca a uno del otro , quedando extasiados en los veleros que rayaban el horizonte. El agua brincaba en brillos, aleteaba como si cientos de gaviotas gravitaran sobre las rutilantes y lumínicas estelas del mar. El cielo se espesaba, condensaba los colores en una débil bruma, pero corpórea; se hacía notar el ocre mezclado de azul y glauco junto a un espiritual y melifluo aire que movía las blancas velas de las embarcaciones. Y así, pasaban las horas más vehementes del sol, sin atropellos de minutos, ni sobresaltos de segundos. El tiempo, allí, hecho sosiego, roca impávida y resoluta.

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Un día comenzó a aparecer él solo, bajo aquella calmosa luz mediterránea. Los brillos, los espejuelos del mar, continuaban otorgando su presencia como el surco de algunos veleros que dibujaban en la mirada su trayectoria. La intensa luz del mediodía arrimaba la curvatura de su hombro a las fachadas, al extenso paseo marítimo, que recorría el litoral, sinuosa y amaestrada serpiente, y a las aguas del mar que recobraban fulgores y lustre. Cada mañana restablecía la soledad su memoria en pequeños islotes; aquí la faz del mar, cercano como una voz al oído, allí el cielo confuso, caliginoso, casi etéreo, más allá el alambre tensado del horizonte, en los que los barcos pasan una y otra vez como funámbulos tomando el pulso al día, donde el tiempo ya no tiene red de salvación.

Texto y Fotos: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo).

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