A menudo la carretera es monótona, conversación de pocos y pausados argumentos. Uno se fija en el asfalto, igualmente monótono e inapetente. Las conversaciones visuales con un paisaje no distan mucho de las conversaciones con humanos. Y es cierto que no hay que estar distraído, sobre todo si se conduce. Pero no es el caso. Voy de copiloto, ese acompañante que distrae la mirada en el paisaje, que intercala algunas palabras con el conductor sobre cosas de orden común, habituales y equivalentes en cualquier conversación, que no necesitan de extremos de interés ni tampoco que lleguen a ser tan fáticas, como diría un profesor de lengua hablando de la comunicación. Pero es cierto que algún instante se queda en la retina y viaja el resto del trayecto contigo, como un favor que otorga tanta instantánea, un regalo visual, incluso un enigma, una metáfora. Una caseta al fondo, tejas rojas y oscuros ventanales, sucinta, elevada sobre un camino que reposa sobre el salobral, destaca única, isleña y ermitaña, qué parecidos al alma, bajo el cielo de los días que se suceden como taracea para revelar el mosaico del tiempo. Y a todo esto intercede un ave, perchada en el extremo superior de un poste, intermediaria de palabras oraculares, que parece comunicar con la ascética caseta y los otros postes solitarios que, como lanceros, están en la retaguardia. Me hubiese gustado ser relamido por las serpientes en el oído, para haber liberado la facultad de entender a las aves y, en su conjunto, llevarme el enigma descifrado de la naturaleza.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)