Yo era un perro despechado. Me tenían atado a un palo con una cadena metálica. La jodida cadena me troceaba el pescuezo, pero, ¿qué podía hacer? Lo más sensato era no tirar, aunque se estuviera metiendo algún ladrón por la noche; respiraba hondo y no me hacía mala sangre, dejaba que se llevaran lo que quisieran. Al día siguiente aparecía el gordo del desguace y me molía a patadas por no avisarle de que habían entrado a robar. Si pudiera hablar su idioma le diría: “Puto gordo, si tuvieras esta maldita correa atada al cuello no te moverías ni para mear”, y eso hacía: me meaba no muy lejos de mi caseta, cagaba ahí también, y me quedaba quieto contemplando el mismo paisaje de siempre: Los coches destrozados con las piezas cayéndose, apilados uno sobre otro, el olor a grasa y a gasolina. No recuerdo un ambiente distinto, era lo único que había visto en tres años de existencia. No tenía a quién querer, era un perro despechado.

Allí pasaba las horas. Si venía alguien hacia mí, mi reacción era rehuir, observar desconfiado, con mirada de pedigüeño, implorando con los ojos que alguien me sacara de allí. Yo era un perro que no ladraba. Lo hacía por salud propia. Tampoco me apetecía comer. El gordo decía siempre: “A esta mierda de perro toca sacrificarlo, es un inútil”. Y yo sabía a qué se refería, y fantaseaba con que llegara el día. A los perros no nos evangelizan, los humanos son tan mezquinos que ni siquiera nos adoctrinan con la fábula del “paraíso de los perros”. Aguantamos a palo seco, y sólo aspiramos a morir algún día, lo más pronto posible. Bueno, hablo por mí. Habrá perros a los que llevan en bolsos de marca y mandan más que los dueños de la casa; yo no viví esa suerte. Yo era una alarma barata que no gastaba ni luz, sólo comía unas croquetas endurecidas y asquerosas cuando ya el cuerpo lo pedía; pero prefería no hacerlo. ¿Qué perro no ha soñado con comerse un chuletón de buey él solo? Habrá muy pocos perros que hayan conseguido cumplir con ese sueño. Mi sueño era que me sacrificaran.

Una mañana, después de una noche sin vándalos, el “Gordo”, no sé si por compasión o porque estaba harto de mí, me quitó la cadena. Lo primero que hice fue dar unas primitivas vueltas de alegría y agradecimiento alrededor de él. A continuación, me calzó otra correa para llevarme atado corto, me subió a una furgoneta, en la parte de atrás, y no podía creer mi suerte: por fin sería sacrificado. Me preguntaba cómo sería ese otro mundo a donde van los perros que mueren, pero al final dejé de darle importancia y me relajé ante la perspectiva de que por fin iba a parar de sufrir, que mi mierda de vida iba a concluir.

Me llevó a una clínica veterinaria, le dijo a la doctora que me quería sacrificar, lo oí, lo entendí, y sólo me preocupaba contener mi entusiasmo, no fuera a ser que la cosa se torciera. Pero la cosa en principio se torció: la veterinaria le dijo al gordo que era un perro sano y joven, que podría darme en adopción, si lo que quería era deshacerse de mí. “¿Cuánto hay que pagar?”, preguntó el gordo. “Nada”, respondió la doctora. El gordo se había preparado un par de billetes de cincuenta para pagar mi último viaje, y cuando le dijeron que no tenía que pagar nada, se puso más contento que yo: “Quédeselo”, le dijo el gordo a la de la clínica. Salió de allí como un disparo de escopeta y jamás lo volví a ver.

Nunca olvidaré el momento en el que, estando sobre la camilla, la veterinaria me hizo una suave y cariñosa caricia que fue desde la cabeza hasta el lomo. Ni de sus ojos azules intentando captar mi mirada forjada a golpes. Lloré. Estaba emocionado. No tenía ni la menor certeza de qué sería de mí, pero recibir el cariño de esa mujer me ablandó aún más. Me tumbé sobre la camilla, me dejé acariciar. Al rato me dio para comer lo mismo de siempre, esas asquerosas croquetas, pero sabían distinto, hasta notaba que me sentaban bien. El Sol que me insolaba día a día parecía benigno, y tuve la suerte de ser adoptado cuatro días después por una familia que hasta recoge mis cacas. ¿Os lo podéis creer? Cogen una bolsita de plástico y me recogen la mierda. Díganme si esto no es vida. Sí, me lo merezco, ya me llegará la hora de retirarme de este mundo. Entretanto, disfruto de mi momento de gloria.

 

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