Los perros de la tarde mordían la luz con belicosidad, mientras una nube se alzaba sola del color de las encías que devoraban todo el estigma aurífero que quedaba bajo los pinos. Y era así que los ojos encerraban esa nube esperanzadora, isleña, que iba perdiendo el tono conforme los perros jaleaban. Y la pinada se atesoraba de umbría, de cofre cerrado. Poco antes, la tarde había sido un músculo de luz que arqueaba una fecunda pinada y una esfera de mar de arenas blancas y saladas. Las cortezas de algunos árboles estaban encendidas como brasas y desde el verdor de la arboleda se emitían infinitas melodías de anónimos pájaros. La tarde sudaba por todas las ramas y el sol como un peregrino tomaba todos los caminos. Pero sin aviso se acerca la noche, sin barquero, sin trompetas apocalípticas, sin ruido que despierte los sentidos. Como alguien que dobla la esquina inesperadamente y te sujeta el cuello antes de caer desfallecido. La nube sigue en lo alto. Es una semilla en el cielo, una semilla para otro día que quizá se pueble de nubes, y que igualmente se sonrosarán como flores de un arriate y sembrarán esperanzas en los ojos que las miren. Así, desde la tarima de los pinos, desde la oscuridad apilada por los perros, miramos lo inalcanzable, la promesa, el embrión para otras tardes, esa memoria que reproduce la ilusión que escapa a esta jauría inconmovible de los días.
Texto y Foto: José Luis Navarro Vallejo (@sesgo)