5 de mayo, 6 de la mañana, tras haber comprobado 20 veces la mascarilla, los guantes y toda la panoplia esquimal, me dispongo a salir a la calle, cámara y trípode en mano.
Es lunes por la mañana. Ni coches apresurándose para acudir a los lugares de trabajos ni taxis anunciando “ocupado“, la imagen de las afluencias de trabajadores se ha congelado hace tiempo. Nadie con quien cruzarse, tan solo el eco de sus propios pasos en la acera.
Me cruzo con un zorro de color violeta, juguete abandonado en el borde de una ventana, único testigo del paso del tiempo en las calles durantes estas últimas semanas. 7 de la mañana, los bares siguen cerrados, las frutas y verduras esperan impacientemente a que unas manos vestidas de guantes les echen a su carrito. Los columpios y los bancos siguen condenados, como si de una escena de crimen se tratase. “Nueva normalidad“.
8 de la mañana, se empiezan a notar los primeros signos de vida en las calles, personas enmascarrilladas haciendo cola en el banco, tímidos paseos matutinos. La luz del sol empieza a desvelar las marcas amarillas en el suelo, “distancia de seguridad“. En las calles predomina un ambiente fantasmal, nadie se mira, todos y todas se apartan al cruzarse con otra persona. Una mujer me saluda, le respondo con una sonrisa, olvidando por un momento lo que el uso de mascarilla supone: adiós a las expresiones faciales. Me dispongo a contestarle con un saludo alzando la mano.
El paseo Juan Aparicio empieza a llenarse de vida nuevamente, entre coches y cintas policiales hay quien respeta las medidas higiénicas, y quien no, como si el mundo se dividiera entre responsables y negacionistas. Algunos se disponen a hacer deporte, mientras otros prefieren sentarse a mirar la vuelta a la vida, como si el mundo volviera a girar repentinamente, como si el reloj volviera a arrancar.
Y si el sueño finge muros
en la llanura del tiempo,
el tiempo le hace creer
que nace en aquel momento.
Federico García Lorca
El escenario que me encuentro en el puerto es similar al que todo torrevejense está acostumbrado. Personas moviéndose como hormigas obreras, trabajando sin descanso. Me acerco y le pregunto a uno de ellos cómo está llevando el confinamiento. Se baja un poco la mascarilla para expresarse mejor: “aquí no ha cambiado gran cosa, seguimos trabajando como antes, eso sí, con mascarilla“, me contesta, dejándome adivinar una sonrisa a través ésta última.
Son ya casi las 9, hora del desayuno, del olor a tostadas y a café recién hecho al pasar delante de los bares. Ni camareros ni clientes impacientes, tan solo sillas encadenadas, mesas puestas llenándose de polvo y cajas de bebidas vacías y desordenadas. Se oyen unas sirenas a lo lejos, “cumpleaños feliz“, un día más la policia felicita a su manera a quién cumple años.
Entristece, uno echa de menos el ruido de la actividad humana, apreciar las expresiones de la cara que tanto aportan, las cenas, las comidas, los reencuentros… Paciencia, dicen. La “nueva normalidad” está a la vuelta de la esquina.
Texto y fotografías : Laurine Perez